sábado, 30 de agosto de 2008

LA SIEMPRE DESEADA MUJER DE UN AMIGO




Hace quince años que nos conocemos, desde que ella tenía veinte y se hizo de novio con uno de mis amigos. Es una morocha re-fuerte, de ojos verdes, esos que me quitan el sueño; divina, simpática, tiene un rostro perfecto, un cuerpo de los que parecen diseñados en un tablero de dibujo del mejor arquitecto, o mediante un ordenador como en las películas. Es de esas minas que tienen algo más que huesos, mejor que las modelos que son tan delgadas que deben acudir a las siliconas para rellenar partes anatómicas. Esta no, las tetas son de ella, naturales, redondas, paradas, pulposa. Los glúteos son firmes, duros, ¡pura fibra! Claro, acude todos los días al gimnasio, corre diez kilómetros y…, es lógico, ¡es profesora de educación física!

Cuando hemos quedado solos y sin que ella lo perciba, he acariciado con la mirada lo que estaba prohibido para las manos, más aún para la lengua. La imaginación volaba y con ella también yo. Hemos cruzado miradas sostenidas, de esas que agitan el corazón, aceleran sus latidos, y tiñen de rubor las mejillas con el calor que recorre el cuerpo dentro del torrente sanguíneo. Siempre fui yo quien desvió la mirada y acometió con algún tema trivial para salir del embarazoso momento. Cuando estoy sólo con su marido, a él lo siento un amigo, pero si también está ella todo cambia, los celos me mortifican…, aunque logro dominarlos y puedo hablar sin que la mirada se quede en esos ojos verdes o en su escote profundo.

Muchas veces la noté provocativa al estar solos. Sabe que me conmueve, supongo que lo lee en mi mirada. Lo disfruta, le gusta sentirse atractiva y admirada, mucho más deseada. Es de las mujeres que desvían hacia ella los ojos de los hombres con sus pasos felinos, su contoneo de las caderas, y sus cabellos sueltos por debajo de los hombros. Su marido se siente un elegido, un envidiado, un privilegiado que se acuesta cada noche con la mujer con la que nosotros sólo soñamos.
En la mesa del bar, lugar de reunión de la barra de amigos, muchas veces salió el tema de ella.
_Se la coge el flaco Antúnez, el kinesiólogo del club Independiente_ dijo el gallego García como al pasar, y agregó_ ¡Qué hijo de puta…, quién pudiera…!
_El que se la coge, me dijeron, es el ruso Januvovich, el de la relojería_ Tiró el Tito…y agregó: ¡El que sea…, qué hijos de puta!, ¡Quién pudiera estar en lugar de ellos!
_Se que se la coge un tipo de un Mercedes azul, yo la vi subir una noche_ dijo el pelado Alonso con su característico acento porteño y su dedo índice acusador como para que no queden dudas…, y agregó_ ¡Qué hijos de putas, lo buena que está! ¿Y este pelotudo del marido se cree que es un vivo bárbaro?
_¡Ché, no sean ustedes unos hijos de puta!, no se debe hablar así de un amigo y mucho menos de su mujer. ¿A ustedes les gustaría estar en el lugar de él como un cornudo?_ les reproché yo que hasta entonces nunca había emitido una opinión que vaya más allá del hecho de que la mina está buena.

Hoy fue todo distinto, la llamé por teléfono para preguntarle si estaría en su casa en media hora para llevarle el sobre de la póliza de seguros renovada. Sabía que él estaba de viaje y los chicos en la escuela. Me dijo que me esperaba.
Me hizo pasar y nos dimos un beso que me puso nervioso. La comisura derecha de sus labios se apoyó sobre la mía de la izquierda…, casi, casi un pico. De inmediato noté que no tenía puesto el corpiño al sentir sus pechos contra mi cuerpo cuando nos dimos un simple abrazo. Me retiré de inmediato, creo que me asusté. Me invitó con un café y mientras lo preparaba pude observarla de espalda. Tenía un vestido corto y traslúcido, de color durazno muy suave. Por debajo de la cintura se notaba un fino hilo de la tanga, casi imperceptible. Cuando giró con un movimiento rápido hacia mi, el vestido se abrió en el corte de la tela y mostró por una fracción de segundo sus piernas perfectas y bronceadas, como todo su cuerpo. Se dio cuenta que la miraba, y creo que fue una situación creada por ella con todo propósito. Comencé a transpirar. Le entregué el sobre con la póliza, apuré el café y anuncié mi retiro.

Se paró frente a mi y me preguntó: _¿Qué te pasa conmigo?
Balbuceé algo que no entendió, ni yo tampoco se que quise decir, y salí a la calle.
Pasó menos de un minuto cuando sonó mi teléfono.
_Te repito_ me dijo, _¿qué te pasa conmigo?
_Vení a mi casa en quince minutos y te lo explico_ le dije.
_Okey, voy para allá.
Y vino.

Acabo de cruzar la frontera de la infidelidad, de la traición, de la que no se vuelve. Me sumergí en el infierno de la pasión prohibida. La que impide de ahora en más hablar de valores.
¡Acabo de convertirme en un hijo de puta más!


Luis Oscar Tolosa

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