miércoles, 2 de mayo de 2007

POLVO CONTRA RELOJ...luego la soledad


No era la primera vez que compartían una cama de ese hotel media estrella, de los tantos que desde hace décadas se erigen en los alrededores de la terminal de ómnibus, desde los tiempos en que el cuartel de la ciudad reclutaba a ciudadanos de veinte años para cumplir con el servicio militar, y quienes eran los mejores clientes en sus salidas de franco, sea cuando regresaban de sus pueblos como cuando se aprestaban a partir hacia ellos.

-¡Apurate a acabar, no tengo todo el día!-, le dijo las mujer de unos treinta y algo al hombre cincuentón, calvo, de expresión melancólica, con aliento a treinta cigarrillos diarios. El detenía los embates cuando la eyaculación amenazaba con finalizar esos veinte minutos que llevaba sobre la inmóvil mujer. De inmediato ella se disculpó, consciente de que el anterior comentario no haría otra cosa que incomodar a su cliente que había pagado de manera anticipada los cincuenta pesos y el trabajo se extendería más allá de lo previsto.

Acarició su espalda y colaboró con un movimiento de caderas, el agradeció el gesto, apoyó sus manos sobre la sábana de dudable higiene que cubría al viejo colchón de lana apelmazada, los flejes de la cama de hierro crujían en cada impulso que el hombre imprimía para dejar que aflore la virilidad que una ocasional mujer le permitía ser un macho, un auténtico macho que no estaba solo en su cuarto masturbándose como tantas veces.
Estaba sobre una delgada mujer, de largas piernas abiertas y contraídas de manera que sus pies se ubicaban a la altura de sus rodillas; el largo y enrulado cabello negro cubría parte de la almohada. Acarició sus pechos, aún algo firmes porque no amamantaron hijos sino centenares de clientes.

Transpiraba en el esfuerzo supremo de conseguir el éxtasis pleno por el que había realizado una transacción comercial, el momento llegó con un gemido breve, algunos jadeos y luego el desplomarse sobre quien le había proporcionado ese placer fugaz. Ella trató de deslizarse por debajo de ese cuerpo para tomar sus ropas depositadas sobre la silla de madera y esterillas, de patas flojas por los años de uso.

-No te vayas aún, esperá un momento- suplicó con voz apagada por el cansancio el hombre calvo y transpirado que aún olía a desodorante barato, tan barato como el de la mujer. Giró su cuerpo, se dejó caer al lado de ella, retiró el condón del ya flácido pene, estiró un brazo con el que tomó el pantalón gastado del que extrajo la billetera y apartó un billete de cien pesos que le entregó con un pedido casi implorado.

-No te vayas aún, quedate una hora más conmigo, sin sexo, sólo a mi lado, abrazados-
Ella guardó ese dinero y accedió mientras pensaba que también pagaría por tener alguien que la escuche, la comprenda, le hable de hechos cotidianos y por sobre todo, que la ayude a mitigar las horas de soledad…, de esa soledad que comparten las prostitutas y los hombres que pagan por sus cuerpos.




Luis Oscar Tolosa