sábado, 25 de agosto de 2007

DEL AMOR INTENSO A LA MORTAL INDIFERENCIA




El hombre de rostro duro y surcado por las arrugas del tiempo, de mirada cansada, de cabellos canosos, de traje negro, se sentó frente al ventanal del oscuro bar de construcción centenaria aunque refaccionado pocos años atrás, respetando su estilo de principios del siglo pasado. Afuera la fina llovizna le daba un triste color gris a la gran plaza central y a los edificios de varios pisos que se alzan en el centro de la ciudad. Es casi las cuatro de la tarde y la gente apura el paso bajo sus paraguas, y los autos transitan con precaución por el amplio y arbolado boulevard.

Por el vidrio de la gran ventana las gotas de lluvias realizan un serpenteante recorrido en descenso, y dejan tras de si un sinuoso camino que el hombre de rostro duro compara con su pasado. Pidió un café doble, cargado y una caña dulce. Encendió el último “Gitanes” de un paquete abierto ocho horas atrás. Apretó con fuerzas la etiqueta vacía con su mano callosa, rústica, de gruesos dedos que denotan el duro trabajo en el campo en sus años jóvenes. Abrió la mano y creyó ver en ese estrujado envase a su marchito corazón, y pensó que con la misma fuerza lo habían apretado los desamores de las mujeres que transitaron por su vida.

Próximo a cumplir los sesenta sentía el peso de vivir los últimos momentos de su existencia terrenal. Aspiró en profundidad el humo denso del cigarrillo de tabaco negro y sintió el ardor en el pecho. Exhaló con suavidad, con miedo, con la angustia que lo acompaña desde hace algún tiempo. Bebió un sorbo de café y otro de caña sin dejar de mirar hacia la calle a través del húmedo ventanal.
Su mirada se clavó en el Fiat Punto blanco que se detuvo delante de la agencia de turismo ubicada frente al viejo café, donde el hombre de rostro duro y cansado se agitaba de ansiedad. Vio en ella los cuatro años de amor intenso cuando por entonces parecía que nada los iba a separar; y también reavivó la desesperanza de cuatro más de angustia plena.

Ella bajó del auto y con paso apresurado ingresó por la puerta de blindex, caminó hacia el hombre de barba que la esperaba y la recibió con un beso, luego se dirigió hacia su escritorio y se sentó, como todos los días, frente a la computadora. Él bebió el café y apuró la copa de caña que quemó su pecho, y de nuevo sintió el ardor. Los ojos del hombre de rostro duro y cansado se humedecieron por el recuerdo y la impotencia ante el abandono y la soledad. Aplastó la colilla del cigarrillo en el cenicero, se levantó de la mesa, pagó y salió a la calle sin mirar hacia donde estaba la mujer que le rompió el corazón.

El hombre de rostro duro y mirada cansada cruzó la calle bajo la gris llovizna de la tarde y comprendió que una vez más había faltado a la promesa de no volver a ese café en ese horario para ver a quien le causó el último sufrimiento. La traición es un arma letal, lacerante, fulmina en el instante en que se descubre y deja abierta una herida profunda que delata, con el paso del tiempo, una marcada cicatriz. Pero la manera más efectiva que tiene una mujer para matar a un hombre duro es la indiferencia, el lento olvido, el desamor. Cuando el hombre de rostro duro y mirada cansada lo comprendió, se dirigía ya hacia su morada final.



Luis Oscar Tolosa

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