sábado, 16 de febrero de 2008

LOS ADOLESCENTES, EL MENDIGO Y LA PALOMA



Las plazas son mis espacios preferidos para dejar que el tiempo transcurra; para meditar; para leer, escribir y soñar; o tan sólo para observar la vida que se mueve a mi alrededor, con las parejas de adolescentes, los mendigos o borrachos que duermen sobre los incómodos bancos, y las palomas que a pocos metros de comen semillas o recogen ramitas para sus nidos.
En las plazas encuentro la paz para la inspiración poética o reflexiva. Alrededor de ellas el tránsito gira en demonizado vértigo, ruidoso por los escapes sin silenciadores, bocinas que exigen mayor rapidez al entorno, chillidos de neumáticos que friccionan contra el pavimento ante la violenta exigencia del conductor.
Motos y autos son guiados por seres que parecen desencajados, intolerantes, despóticos, violentos hasta convertirse en criminales o en víctimas de sus propios arrebatos.

Dentro de las plazas todo es oposición. El mendigo duerme su siesta como si fuera infinita, aún sin sueño, sólo por dejar que el tiempo transcurra sin exigirle más sufrimiento que el que ya padece. Las parejas de adolescentes suman el marco romántico, y las palomas se acercan a uno en una clara demostración amistosa. Los pájaros cantan, silban, van de rama en rama sobre los pinos, que con sus sombras, nos resguardan del sol abrasador del mediodía.
Una paloma se acerca a menos de un metro de mi pie izquierdo; el que está apoyado sobre el suelo cuando el otro reposa sobre la rodilla opuesta, la clásica “cruzada de piernas” para apoyar el libro o el cuaderno de apuntes.

La parejita de adolescentes está sobre otro banco a unos veinte metros. Él la abraza, la besa, la acaricia, le habla. Ella sólo lo deja hacer. Responde con monosílabos, no lo abraza ni lo besa. Él se muestra malhumorado, se retira unos centímetros, espera, mira hacia mi lado, ella hacia el opuesto. El chico lo intenta de nuevo, la abraza, la besa, la acaricia. Ella está no está decidida a entregarse así nomás, sin entablar una cierta resistencia. El se levanta del banco, camina dos metros hacia donde están estacionadas sus motos de baja cilindrada, gira sobre si y le habla, gesticula, junta sus manos, implora. Ella nada. Responde un mensaje de texto. El se sienta una vez más, se repite la escena, la abraza, la besa, la acaricia…, le habla. Ella... ¡Nada!

El mendigo duerme tranquilo, no se mueve. La paloma vuelve, camina de manera rápida, busca con su pico alguna ramita para su nido. El tránsito se torna insoportable si uno le presta atención. Entre los autos que se detienen en el semáforo hay un viejo Peugeot 505 con sus cuatro vidrios bajos, un joven con el torso desnudo y una gorra con la visera hacia atrás lo conduce. Desde su interior sale con un volumen muy alto una especia de ruido que él supone que es música de boliche, pero a mi me suena a un interminable y monótono “changa, changa, changa, changa……..”
Vuelve la paloma, me mira, me ha tomado confianza, busca cerca de mis pies, encuentra otra ramita. La toma y la suelta una y otra vez hasta que encuentra el centro de gravedad que le permitirá llevarla hasta su nido sin desequilibrios. El chico, como la paloma, repite sus movimientos: Se levanta, camina, gesticula, implora, se sienta, la abraza, la besa, la acaricia…. Ella... ¡Nada!




Luis Oscar Tolosa

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